《SIN SECRETOS- CYNTHIA RYTLEDGE》capítulo 2

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—Pues bien, aquí estamos —dijo Trish, abarcando con un gesto la habitación—.

¿Qué te parece?

Lleno de cajas y maletas, el recibidor poco se parecía a la sala perfectamente ordenada que su abuela reservaba para las visitas. Pero la luz que se filtraba a través del ventanal le daba un aire alegre; y el papel floreado de las paredes, aunque anticuado, no tenía manchas.

Se dio la vuelta a mirar a su hijo y cruzó los dedos. Había decidido mudarse a Kansas movida por la necesidad. El contrato de alquiler vencía, tenía te cuenta de ahorros a cero y no había posibilidad de trabajo en Washington hasta septiembre. Lo más sensato había sido volver a Lynnwood, donde Tommy y ella tenían un sitio en el que vivir sin pagar ni un céntimo.

Al heredar la casa después de la muerte de su abuela, había planeado venderla, pero algo pareció impedírselo. Aunque sus años en Lynnwood no fueron felices, aquel había sido su único hogar. Ahora, con el mundo cayéndose a trozos a su alrededor, la atraía como un faro que promete refugio de la tormenta.

Y además, en Lynnwood estaría segura de no encontrarse con Jack. Le había resultado más fácil tomar la decisión de mudarse después de su encuentro con él en Washington. Era gracioso pensar que ahora ella estaría en Lynnwood y él en la capital.

—Este sitio huele mal —dijo Tommy, dejando una caja con cacerolas en el suelo.

Trish sintió una opresión en el pecho. Todos le habían dicho que a Tommy no le gustaría mudarse, pero hasta aquel momento no se había quejado demasiado. Tomó aliento y se forzó a hablar en tono tranquilizador.

—Ya sé que es difícil mudarse a un sitio nuevo pero te prometo que todo saldrá

bien.

—No es difícil —dijo Tommy, sorprendido—. Me gusta.

—Pero has dicho que huele mal —se sorprendió Trish.

—Sí, porque huele mal en serió —dije Tommy, olisqueando el aire—. ¡Puaj!

Huele y verás.

Trish obedeció inhalando profundamente, lo que le causó un estornudo.

—¿No te lo dije?

—No es tan terrible. Tiene olor a cerrado. Cuando ventilemos un poco ya verás cómo cambia.

Tommy le lanzó una mirada escéptica.

—Venga, ayuda a tu madre a abrir algunas ventanas—le dijo Trish.

El niño miró el jardín, anhelaste, mientras hacía girar una pelota de baloncesto entre las manos.

—Tenía ganas de echar unas canastas antes de cenar.

—Me temo que el aro que miras pertenece a los vecinos —dijo Trish, recordando el día en que el señor Krieger lo había puesto.

—Entonces no los molestará que yo lo use.

—Cielo, acabamos de cambiamos de casa. Ni siquiera conozco a los vecinos — dijo. No era verdad, pero no estaba dispuesta de ninguna manera a pedirle nada a los Krieger.

—¿Puedo pedirles permiso? —preguntó Tommy, tomándole la mano con una mirada suplicante—. Por favor.

El corazón se le encogió al ver la desilusión reflejada en los ojos de su hijo, pero negó con la cabeza.

—¿Qué te parece si nos vamos al parque en cuanto saquemos todo de la furgoneta? Será más divertido. Seguro que habrá niños allí con quienes podrás jugar. Si no, quizá me convenzas para que juegue contigo —le sugirió.

—Gracias, ma —dijo Tommy, abrazándola fuerte—. Eres superguay.

Ella le retribuyó el abrazo, alisándole el pelo y disfrutando el momento. Tommy ya no era su bebé, era un niño que cada día se parecía más a su apuesto padre.

La idea de que la señora Krieger se diese cuenta de ello en cuanto viese al niño le había quitado a Trish varias noches de sueño. Pero finalmente había decidido que sus preocupaciones eran ridículas. Para los Krieger y todos los demás, Jack y ella apenas se conocían.

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Tommy comenzó a incomodarse en sus brazos y lo soltó, dándole un beso en el

pelo.

—¿Por qué no sacas tus maletas del coche y las llevas a tu habitación?—le dijo. El niño titubeó y ella lo miró con la maternal firmeza que había adquirido

después de nueve años.

—Cuanto antes vaciemos la furgoneta, antes iremos al parque.

Tommy fue hacia la puerta de entrada y Trish se inclinó a recoger la caja con cosas de la cocina que Tommy había dejado en el suelo.

—¡Toc, toc! —dijo Connie Krieger, asomando la cabeza por la puerta trasera—.

¿Hay alguien?

Trish se enderezó de golpe y se secó las palmas de las manos en los vaqueros.

—Adelante.

Reconoció a la madre de Jack inmediatamente. Aunque la mujer tendría unos cincuenta y tantos años, seguía teniendo el aspecto elegante y juvenil que Trish recordaba. Su cabello oscuro no tema trazas de gris y las pocas arrugas que rodeaban sus ojos color avellana acentuaban su talante optimista. Llevaba unos pantalones cortos color caqui y un polo rojo, y podría haber pasado por la hermana de Jack.

—¿Patty? —titubeó la mujer, recorriendo con la mirada las largas y delgadas piernas de Trish enfundadas en vaqueros y la camiseta que te quedaba como una segunda piel—. No sé si me recordarás, soy Connie Krieger. Vivo al lado.

—Por supuesto que la recuerdo, señora Krieger —dijo Trish cortésmente, estrechándole la mano con firmeza.

—Por favor, llámame Connie.

—Solo si tú me llamas Trish—dijo. Le costó trabajo no devolverte la sonrisa a la mujer, pero no deseaba en absoluto intimar con la madre de Jack.

La puerta de entrada se cerró con un golpe. Trish y Connie se dieron la vuelta y vieron pasar a Tommy a la carrera y subir las escaleras. Connie la miró interrogante.

—Mi hijo, Tommy —explicó Trish—. Tiene nueve años.

La edad le salió automáticamente y hubiese dado cualquier cosa por poder volver atrás, pero ya era demasiado tarde. Si hacía algún comentario en ese momento, solo lograda resaltar la metedura de pata.

—Mi nieto, Matt, cumplirá nueve el mes que viene. Hace tanto que mi hijo tenía esa edad que me había olvidado de lo activos que son —dijo Connie, con una risa ahogada, meneando la cabeza—. Noventa kilómetros por hora, veinticuatro horas al día, siete días por semana.

—Exactamente —dijo Trish, lanzando una carcajada. A pesar de su intención inicial, sintió simpatía por su vecina—. Tommy me ha dicho que quiere jugar al fútbol, al baloncesto y al béisbol. Intenté explicarle que la mayoría de los niños eligen solo un deporte, pero me dijo que no sabía cuál elegir, que le gustaban todos.

—Mi hijo Jack era así también. Por suerte, en un pueblo pequeño, los niños pueden hacer casi de todo.

Nuevamente se oyeron pasos en el recibidor y un segundo más tarde Tommy irrumpió en el salón.

—Ma, ya he sacado todo de la furgoneta, y abierto... —se interrumpió—.

Perdón.

—Tommy —dijo Trish con una sonrisa tranquilizadora—, esta es la señora Krieger, nuestra vecina —miró a Connie—. Este es mi hijo, Tommy.

Tommy se acercó y alargó la mano.

—Mucho gusto, señora Krieger.

Trish sintió que reventaba de orgullo. Desde pequeño le había enseñado buenos modales. Parecía que había servido para algo.

—Encantada de conocerte, Tommy —sonrió Connie cálidamente, estrechándole la mano al hiño—. Vivo en la casa de al lado, así que si necesitas algo, ya sabes.

—¿En la casa con el aro de baloncesto? —preguntó Tommy, abriendo mucho los

ojos.

—Sí —sonrió Connie, mirando a Trish—. Según tu madre, te gusta mucho jugar.

Tommy asintió con la cabeza. Bajó la mirada un momento y tomó aliento.

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—¿Le importaría si fuese de vez en cuando a echar unas canastas? Lo haría con cuidado. Le prometo no golpearle el coche—pidió.

Trish lo miró con horror.

—Cielo, la señora Krieger solo lo decía por ama...

—Por supuesto que puedes venir —dijo Connie—. Es decir, si tu madre está de acuerdo.

Trish contuvo el atiento, mirando primero a uno y luego al otro. Lo más fácil sería decir que sí.

Pero Trish había aprendido hacía tiempo que lo más fácil no tiente por qué ser lo correcto. Permitir que Tommy jugase en el patio de Connie Krieger habría sido una locura. Nada bueno podía surgir de ello, solamente problemas.

Y bastantes problemas había tenido en su vida como para buscarse más.

Jack detuvo el coche de alquiler en la entrada de la casa de su madre y lanzó un suspiro de alivio. El vuelo desde Washington a Kansas City había tenido muchas turbulencias, y luego había llovido todo el camino hasta Lynnwood.

Salió del coche y estiró las piernas. Qué bien estar en casa. Además, era un día precioso. Le extrañó que su madre no saliese a recibirlo, pero después se dio cuenta de que faltaba su coche y recordó que ella jugaba al golf los miércoles por la tarde. Tardaría horas en llegar a casa. La elección de un vuelo temprano le había parecido a Jack una buena idea, pero ahora se encontraba sin saber qué hacer.

Podía ir a ver a su hermana. Con sus tres niños, todos menores de diez años, la casa estarte llena de actividad. Pensándolo bien, le apetecía mucho más descansar solo un rato, tomándose una cerveza, que tener que vérselas con sus sobrinos.

Le llevó unos minutos descargar el coche. Después dé dejar su equipaje en el recibidor, sacó una cerveza del refrigerador y salió al jardín. La tormenta había dejado todo limpio y el aire olía a primavera.

Secó con la mano a la hamaca de madera del porche y se sentó. Contempló las cuidadas casas de dos pisos, con su césped recortado y abundantes flores tempranas. Había crecido en aquella manzana. Algunos de sus mejores recuerdos procedían de aquel vecindario, del porche de su casa. O de la casa vecina, de la escalinata de la casa de Patty.

Miró hacia la casa de al lado, apenas visible entre los árboles. Un movimiento súbito de algo rojo le llamó la atención. Dejó la cerveza en el suelo y se acercó a la verja para observar mejor. Alguien se había mudado finalmente a la casa de abuelita.

La abuela de Patty siempre había sido «abuelita» para todos los chicos del barrio. Cuando murió, poco tiempo después de que Jack se marchase a Washington,

todo el barrio sintió que había perdido a su abuela, no solo Patty. Intentó ver quién había llegado, pero la vegetación se la impedía. Llevado por un impulso, decidió presentarse al nuevo vecino y pasó por el mismo hueco del cerco que siempre había usado de atejo.

Inmediatamente se dio cuenta de que era una mujer: una mujer atractiva que llevaba unos minúsculos pantalones cortos rojos que apenas si le cubrían el bonito trasero. La mirada apreciativa de Jack descendió para detenerse en las largas y torneadas piernas antes de volver a subir por la piel dorada hasta el torso cubierto por un sujetador de biquini. Estaba de pie en una destartalada escalera, rascando la pintura de usa de las ventanas con una espátula.

—¿Necesitas ayuda?

Sobresaltada, la mujer se dio la vuelta de golpe; el movimiento hizo que la escalera se tambalease, y ella lanzó un grito de alarma. Jack cruzó el jardín corriendo y la recibió en sus brazos antes de que tocase el suelo. El impulso provocó que Jack cayera, pero protegió el cuerpo de la mujer con el suyo, recibiendo él todo el impacto de la caída. Se quedó quieto un segundo e intentó recuperar el aliento mientras esperaba que el corazón se te calmase. Pero las suaves curvas que se apretaban costra su cuerpo hacían que le resultase imposible. La mujer se dio la vuelta en sus brazos para mirarlo.

A Jack se le paró el corazón. Un par de conocidos ojos verdes se abrieron, sorprendidos.

Por un segundo sintió que tenía dieciocho años otra vez y se encentraba encerrado en un armario con el aire más cargado que durante una tormenta eléctrica en Kansas. Automáticamente apartó con la mano el mechón de cabello rubio que se le había escapado de la coleta a Patty.

Esta emitió un grito ahogado y se echó hacia atrás, cayendo de sus brazos al suelo. Se puso rápidamente de pie, agitada.

Confuso, Jack se incorporó apoyándose en un codo.

—¿Estás bien? —fue lo único que se le ocurrió decir, dadas las circunstancias.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó ella con los ojos relampagueantes.

—Yo podría hacerte la misma pregunta.

—Yo vivo aquí —dijo ella elevando la barbilla en un gesto desafiante—. Me mudé hace dos semanas.

—No dijiste nada de cambiarte aquí cuando nos encontramos en la fiesta —dijo él con sorpresa.

—No lo decidí hasta el mes pasado.

La frialdad de su tono lo sorprendió. Aunque ella había estado bastante fría durante la fiesta, Jack lo había atribuido a que se encontraba acompañada. Pero ahora no estaba acompañada.

Jack se puso de pie. Tenía la camisa manchada por el resbalón en la hierba y unas ramitas pegadas a las mangas. Se las sacudió y esbozó su mejor sonrisa.

—Bienvenida, pues.

—Gracias —dijo ella—. Todavía no me has dicho qué haces aquí.

—Acabo de llegar —hizo un gesto hacia su casa—. Estoy haciendo tiempo hasta que mi madre vuelva.

—Entonces, ¿estás de visita? —pregustó, relajándose un poco. La sonrisa de Jack se hizo más amplia.

—Lo cierto es que yo también me he mudado. Qué coincidencia. Tú y yo juntos nuevamente.

¿Una coincidencia?

Trish se lo quedó mirando horrorizada. Su presencia en el pueblo era una complicación con la que no había contado. Se le hizo un nudo en el estómago.

—¿Vivirás con tu madre? —preguntó, resistiendo el impulso de cruzarse de brazos.

—Ya estoy un poco mayorcito para eso —rió Jack—. Tengo mi propia casa.

—¿En Kansas City? —preguntó Trish, con la esperanza de que su casa estuviera en cualquier sitio menos en Lynnwood.

—¿Y por qué iba a comprar una casa en KC si trabajo en Lynnwood?

A Trish le dio un vuelco el corazón. No tenía dinero para volverse a cambiar de casa. Y aunque lo hiciese, ¿adonde iría?

—Compré la vieja casa de los Armbruster. Trish levantó la cabeza, sorprendida.

—¿Te has comprado la mansión? —dijo, y las palabras le salieron de la boca antes de que pudiese detenerlas.

Jack sonrió y se le marcaron arruguitas alrededor de los ojos.

—Te acuerdas.

—Vagamente —dijo ella, restándole importancia con un gesto de la mano.

¿Cómo iba a olvidarse? Cuando los Armbruster vivían allí, la casa siempre estaba iluminada y llena de risas. Muchas noches, cuando las estrellas se hallaban especialmente brillantes y el aire cálido, ella y Jack habían ido andando por la acera oscura hasta la esquina, deteniéndose a contemplar la mansión. ¿Por qué le había resultado tan atractiva? ¿Sería porque siempre estaba a rebosar de gente, mientras que ella se sentía sola y aislada? ¿O porque le daba sensación de estabilidad? La casa tenía cien años. Era un castillo, una fortaleza, parte del pueblo. Mucho más que ella.

Una vez, cuando Jack le dijo que pidiese un deseo, deseó que algún día la mansión fuese su hogar. Por supuesto que él también estaba incluido en el sueño. Qué tonta era.

—¿Quieres verla por dentro? —dijo Jack, sacando un llavero del bolsillo—. Me encantaría mostrártela.

Trish se sintió tentada durante un segundo. Aunque se había jurado guardar las distancias con Jack, siempre se había preguntado si el sitio sería tan hermoso por dentro como lo era por fuera.

Jack sonrió, incitante, haciendo tintinear las llaves.

—Venga, Patty.

El nombre actuó como un cubo de agua fría, haciéndola volver a la realidad. Tenía que recordar que Jack Krieger era un camaleón, podía cambiar de color en un instante. Un hombre capaz de susurrarle palabras de amor en un momento y dos segundos más tarde reírse de ella. Alguien que le había demostrado que no se podía confiar en él

—Lo siento, pero no —le dijo. La cortesía tendría que haberle hecho añadir que quizá en otra ocasión, pero en vez de decir eso, levantó una ceja y, mirándolo, añadió—: Y, Jack...

Jack la miró y ella sintió un instante de pena al ver su expresión de desilusión. Era incomprensible cómo podía parecer tan sincero con lo taimado que era. Afortunadamente, no era una cuestión de comprender, sino de recordar.

—Ahora me llamo Trish. Hace mucho que Patty ha dejado de existir.

—Puede que hayas cambiado de nombre, pero sigues siendo la misma persona.

—En eso sí que te equivocas.

La dulce e ingenua Patty había muerto cuando él traicionó su confianza hacía diez años.

¿La misma persona? ¿La misma tonta enamorada? Desde luego que ya no lo era. Y nunca jamás lo sería.

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