《SIN SECRETOS- CYNTHIA RYTLEDGE》Capítulo 1
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—¿Pat Bradley? ¿Eres tú?
Trish apretó con fuerza la copa de cristal. Hacía diez años que no oía aquella voz, pero la reconoció enseguida.
Contuvo los deseos de salir corriendo y, tras tomar un sorbo de vino, se dio la vuelta lentamente.
—¡Pero si es Jack Krieger! ¡Qué sorpresa!
De algo le valieron a Trish sus cinco años trabajando como Relaciones Públicas. Con la firmeza de su voz consiguió ocultar la súbita tensión que le agarrotó el pecho al verlo.
—Casi no te reconozco —dijo Jack, dando un paso atrás para contemplarla, admirado—. Estás guapísima.
—Tú tampoco estás tan mal —replicó Trish en tono ligero.
Todos aquellos años diciéndose que él no era tan atractivo como lo recordaba, y debía admitir que estaba equivocada.
El cabello rubio de su juventud se le había oscurecido y era un castaño profundo que contrastaba con los ojos, antes celestes, que brillaban como zafiros. La edad solo había añadido profundidad y madurez a las facciones juveniles que ella recordaba tan bien. Jack, que ya era guapo a los dieciocho, a los veintiocho estaba imponente.
Estaba claro que la vida le había resultado favorable. Sonrisa genuina, relajado y seguro... Jack y parecía saber el sitio que ocupaba en el mundo.
Tendría que odiarlo. Sus mentiras y engaños le habían robado la inocencia. Pero no era fácil para ella odiar a alguien, y mucho menos a Jack Krieger. Aunque no era ninguna tonta. Nunca olvidaría la forma en que él la había utilizado.
La expresión de sus ojos se endureció.
Jack tomó un trago de su copa y sonrió, aparentemente sin notarlo.
—Es increíble lo que has cambiado —le dijo mostrando unos dientes perfectos—. Estás fantástica.
—Gracias —contestó, aceptando el cumplido con cortesía. Hasta ella, que nunca estaba satisfecha con su apariencia, tenía que reconocer que Jack tenía razón. Estaba estupenda. Se había tomado su tiempo con el maquillaje y vestido con un cuidado especial, intentando recuperar la confianza que acababa de perder junto con su trabajo.
Pero sabía que la mirada de admiración masculina poco tenía que ver con el maquillaje y el vestido y mucho con la esbelta figura enfundada en seda. Lo que él recordaba era la chica de la escuela secundaria, la niña que había valorado lo bastante para acostarse con ella, pero no lo suficiente como para que fuese su novia oficial. Su sosa vecina, de la que los demás chicos se burlaban. Patty, la gorda.
Trish tomó aliento con esfuerzo. El apodo todavía le hacía daño. Ni los años ni el éxito habían logrado borrar completamente el recuerdo de la cruel burla de sus compañeros.
Pero aquello había sido diez años atrás y desde entonces había llovido mucho.
Trish Bradley había demostrado que era una superviviente.
—Nunca pensé que te volvería a ver —dijo Jack finalmente—. Después de la graduación fue como si te hubieras borrado de la faz de la tierra.
—No me parece que Washington esté tan lejos.
—Como si lo estuviese —dijo, lanzándole una mirada penetrante—. Nadie sabía dónde estabas. Ni te dignaste a escribir una carta.
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Trish sonrió y se encogió de hombros, aparentando que había roto los lazos con Lynnwood sin esfuerzo cuando en realidad aquella había sido una de las muchas decisiones difíciles que se había visto forzada a tomar.
—Cielo, ¿no me presentas? —dijo Pete Minebow, su acompañante aquella noche, aprovechando el momentáneo silencio para intervenir.
—Pete, no creo...
—Me parece que no nos conocemos —dijo Jack extendiendo la mano sin timidez alguna—. Soy Jack Krieger, un antiguo amigo de Patty del instituto.
Trish tuvo que contenerse para no protestar. ¿Por qué utilizaba Jack aquel ridículo nombre que le recordaba tanto al pasado? Aunque debía admitir que no le parecía tan ridículo cuando él lo decía. Nunca se lo había parecido.
—Pete Minchow —dijo Pete, estrechándole la mano con sencillez. El texano, de aspecto bonachón, era en realidad un sagaz hombre de negocios—. Encantado de conocerte. Los amigos de Trish son mis amigos.
—¿Trish? —preguntó Jack intrigado— ¿Qué ha sido de Patty?
—¿Patty, eh? —Pete la contempló un momento—. Me gusta.
—Pues a mí no —dijo Trish, quitándole una pelusa de la solapa—. Y si alguna vez me llamas así, te mato.
Sonrió y tomó un sorbo de vina
Pete la miró un segundo, sorprendido.
—Tendré que recordarlo —dijo luego, con una risa comprensiva.
—¿Trabajas para el Gobierno, Pete? —preguntó Jad, inclinando la cabeza, como si estuviese interesado en su respuesta. Igual que cuando se sentaban en la hamaca del porche y ella le hablaba de su día. El corazón se le encogió al recordarlo.
—Pete es dueño de una empresa —dijo Trish, elevando la mirada hacia el texano delgado y alto, agradecida de tener a su lado a un hombre tan apueste—. No se dedica a la política.
Jack la contempló un momento antes de volver a mirar a Pete.
—Pensaba que todo el mundo es esta ciudad tenia algo que ver con la política.
—¡Por Dios, no! —dijo Pete con una carcajada—. Yo me dedico a los coches. Nuevos, usados, compra-venta, alquiler, todo lo que se te ocurra. Somos uno de los concesionarios más grandes de General Motors de la Costa Este.
—¿De veras? —dijo Jack—. Qué impresionante.
Aunque sus palabras parecían sinceras, a Trish le pareció que ser dueño de un concesionario no impresionaba a nadie en una ciudad donde la política era el tema recurrente de cada día.
—¿Hace mucho que salís, Patty y tú? —preguntó Jack.
—¿Te refieres a Trish? —dija Pete, guiñándole un ojo a Trish y tomando un sorbo de vino—. ¿Cuánto hace, querida? ¿Cinco o seis meses?
—Algo por el estilo —dijo ella, agradecida de que Pete no hiciese ningún comentario sobre la naturaleza de su relación. Eran solo amigos que tenían un acuerdo: ella lo acompañaba a alguna fiesta de vez en cuando y él hacía lo mismo si ella necesitaba un acompañante.
Había sido la necesidad de Pete de hacer contactos lo que había hecho que Trish abandonase las palomitas y la película con Tommy para aceptar la invitación de Pete a una de las fiestas más de moda de la capital. El acontecimiento era una oportunidad perfecta para que ella también se relacionase con la gente y se enterase de algún empleo nuevo. Hacía dos meses que, debido a una reestructuración de la empresa de Relaciones Públicas para la que trabajaba, se había quedado sin su empleo. Y pronto se le acabarían los ahorros. Sintió un poco de ansiedad al pensarlo, pero había estado otras veces en situaciones peores y había sobrevivido. Con que se cumpliera una sola de sus plegarias bastaría.
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—Volvió a utilizar su apellido de soltera después de romper con él. De eso hace cuánto, ¿seis o siete años? —dijo Pete, lanzándole una mirada interrogante.
—Mucho tiempo—dijo Trish.
Pete estaba repitiendo las mismas mentiras que ella llevaba años diciéndole a todo el mundo: que se había casado al acabar el instituto y se había divorciado poco tiempo después. Era un invento que explicaba fácilmente la presencia en su vida de un niño que ahora tenía nueve años y la ausencia de esposo.
—¿Estás divorciada? —preguntó Jack con sorpresa—. Tu abuela ni siquiera me dijo que te hubieses casado.
—Entonces apuesto que tampoco te dijo que Trish tiene un hijo —dijo Pete. Trish estuvo a punto de darle un codazo en las costillas. ¿Por qué no se callaba?
—De mi primer matrimonio —dijo Trish, levantando la barbilla para lanzarle a Jack una fría mirada.
—¿Primer matrimonio? ¿Has estado casada más de una vez?
Nunca había estado casada, y tampoco tenía ninguna intención de hacerlo. Pero eso era algo suyo y él no tema por qué esterarse de ello.
—A veces, la vida no resulta como nosotros queremos —dijo Trish con voz profunda, para darle más misterio al tema.
—Venga, cielo. Ya sé que lo haces por divertirte, pero él se cree que lo dices en serio —dijo Pete, rodeándola con su brazo y dándole un apretón—. Jack, conozco a Trish desde hace bastantes años y, que yo sepa, se ha casado una sola vez.
—Conque tienes un niñito —dijo él.
—Tommy es un encanto de niño —dijo Pete cuando Trish no respondió—. Pero ya no es tan pequeño.
—¿Qué edad tiene tu hijo? —dijo Jack, mirándola.
Trish pensó rápidamente. ¿Le había mencionado hacía poco a Pete que Tommy acababa de cumplir nueve? ¿Se acordaría si lo hubiese hecho?
—Tiene ocho —dijo, tomando un sorbo de su copa de vino blanco.
—¿Tan mayor? —se sorprendió Jack, Casi se podía ver girar las ruedecillas de su cerebro haciendo cálculos—. Entonces tienes que haberte quedado embarazada...
—Un año después de marcharme de Lynnwood. La primavera siguiente —dijo Trish, quitándole un año entero a Tommy. Por suerte, Jack nunca vería al niño. Alto para su edad, era más probable que Tommy aparentase diez años en lugar de ocho.
—¿Ya vivías en la capital? —preguntó Jack.
Probablemente hacía la pregunta con interés, pero cuanto más hablase de aquello, más posibilidades tendría de meter la pata.
—Hace tanto de aquello... —dijo Trish, con un gesto de despreocupación.
—¿Extrañas Lynnwood? —pregunté Jack, sin quitarle los ojos del rostro.
—La verdad es que no —dijo, acabándose el vino—. No tengo nada que hacer
allí.
—Están los amigos y la fam... —se interrumpió Jack abruptamente al recordar
que su abuela había sido su único pariente y que había muerto hacía poco tiempo—.
¿Y tos amigos? ¿No los echas de menos?
—Oh, por favor —dijo Trish, haciendo un gesto de exasperación—. Ambos sabemos que no era exactamente la Miss Popularidad. Lo cierto es que creo que no tenía ningún amigo entonces.
—Sí que lo tenías—dijo Jack. Ella lo miró, interrogante.
—Me tenías a mí —dijo Jack suavemente—. Yo era tu amigo.
Trish levantó la barbilla y lo miró a los ojos, deseando que él viese reflejado en los suyos lo que no le quería decir frente a Pete. Que un amigo nunca habría hecho lo que él le hizo a ella.
—¿Dónde diablos queda ese Lindwood? —preguntó Pete, masticando pensativamente un canapé de salmón, ajeno a la electricidad que había en el aire.
—En realidad, es Lynnwood —dijo Jack, mirando de reojo a Trish—. Es un pueblecito en Kansas, a unos veinticinco kilómetros de Kansas City. Patty, quiero decir Trish, y yo, crecimos allí.
Pete se acabó la copa de vino.
—A veces pienso en volver a Texas, a mi pueblo. Pero luego recuerdo que tengo más coches en la tienda que toda la población de aquel sitio dejado de la mano de Dios y se me pasa el deseo —reflexionó. Lanzó una carcajada y se sirvió una copa de una bandeja que pasaba—. Dime, Jack, ¿todavía vives en Lindwood?
Jack no se molestó en volver a corregirlo.
—Mi casa sigue estando en Lynnwood —dijo Jack, echando una mirada a Trish—. Pero en este momento vivo en Arlington.
Trish sintió un escalofrío. Tommy y ella vivían en Vienna, a un par de paradas de metro.
—Estupendo. ¿Tienes una tarjeta? —sonrió Pete—. Te haré una llamada y quizá podamos volver a vernos los tres.
—Me encantaría —dijo Jack metiendo la mano en el bolsillo. Sacó una cajita de plata, extrajo una tarjeta y le escribió unos números antes de dársela a Pete—. Generalmente estoy libre a la hora de la comida.
—Genial —dijo Pete, tomando la tarjeta y metiéndosela en el bolsillo—. Dime,
¿has estado alguna vez en el restaurante griego cerca de Dupont Circle?
Jack hizo una pausa, y luego negó con la cabeza.
—Tienen una comida buenísima. Te encantará.
—Seguro que sí —dijo Jack, mirando a Trish.
Ella forzó una sonrisa. Si por ella fuera, Pete podía meter la tarjeta en su fichero en cuanto llegase a su casa.
Porque había algo que sabía: el infierno se habría helado antes de que ella volviese a tener algo que ver con Jack Krieger.
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