《Brujas de la Noche》Capítulo 5 - El Culto

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Aprovechando que iba a pasar las vacaciones de Navidad con mi mujer e hija en la casa de mis abuelos, en Viana do Castelo, decidí explorar otra de las entradas del diario que había encontrado.

Esta vez, mi curiosidad se fijó en un lugar importante de mi infancia. Desde pequeño había escuchado a mi padre y a mi abuelo contar historias sobre las ruinas del convento de San Francisco. Entre ellas, destacaba un ya antiguo rumor de que el lugar era utilizado para los extraños rituales popularmente conocidos como macumba. Nunca había encontrado ningunas pruebas de ello, ni siquiera alguien que dijera haberlos visto, hasta que, al leer el diario, encontré una entrada que hablaba de un culto que se reunía en el convento.

Como imaginé, la timidez de mi predecesor no le permitió ver todo el ritual, y él sólo asistió a una pequeña parte a través de las rejas de la puerta.

Usando de nuevo la excusa de que iba a visitar a un viejo amigo, en la noche del primer lunes después de la Navidad, día de la semana en que el diario decía que el culto se reunía, me dirigí hacia el convento. Cuando yo era niño, este se encontraba en el medio del monte y era preciso una larga caminata para llegar allí, por lo que me quedé sorprendido al ver que ahora había urbanizaciones casi hasta la primera puerta.

Me estacioné en la parte trasera de una de estas nuevas casas, encendí mi linterna y me encaminé hacia el monte. Después de pasar una zona de tierra revirada, sin duda un resquicio de la construcción de la urbanización, llegué a la puerta que, en tiempos, protegía el camino que subía hasta el convento. De ello sólo quedaba parte del portal, ya que una de las columnas había caído o sido derribada.

Pasé a través de él, me vi rodeado de eucaliptos, acacias y el ocasional pino. El bosque, ahora, tenía allí su inicio.

Comencé, entonces, a subir el camino. La tosca calzada, formada por piedras grandes e irregulares, no era fácil de subir, incluso con la ayuda de la linterna. Tropecé varias veces. Afortunadamente, ya no llovía desde hace algún tiempo, o las lisas piedras estarían increíblemente resbaladizas.

A la mitad de la subida, poco antes de una curva de casi noventa grados, me encontré con un viejo crucero. Este mostraba señales de cenizas y humo. Si estos se debían al culto que yo estaba allí para investigar o a una causa más mundana, no sé decir.

Finalmente, después de la curva, llegué al tramo final de la subida. Poco después, mi linterna iluminó la puerta del convento propiamente dicho. Un arco apoyando a las estatuas de tres santos la albergaban, y una pared con más de dos metros de altura partía de allí. Para un visitante casual, parecería no haber forma de entrar, ya que un candado cerraba la puerta, pero yo no era un visitante casual.

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Al lado de la puerta, había una subida muy empinada, casi vertical, donde alguien había amontonado piedras y excavado escalones. La subí sin gran dificultad y entré en un estrecho sendero que penetraba la vegetación cerrada. Avancé durante algunas decenas de metros, con la pared del convento a mi derecha. Aquí y allá, había pequeñas fallas, pero ninguna lo suficientemente grande como para yo poder pasar.

Finalmente, llegué al lugar que buscaba: una segunda entrada que daba acceso a una escalera que descendía hasta la plaza del convento. En tiempos, allí debía haber existido una puerta, pero este sería anterior a mis primeras visitas.

Entré y, por fin, bajé hasta el convento propiamente dicho. Con la linterna, barrí los edificios de alrededor. Empotrados en la pared que separaba el patio del terreno elevado y del sendero, se encontraban dos pequeñas capillas. No tenían puerta y estaban vacías, a no ser por las trepadoras y el mato, y sus techos de piedra estaban partidos y esburacados. En el lado opuesto, se exigían las ruinas de los edificios principales del convento: la iglesia y las áreas de vivienda y trabajo.

Sin embargo, no fui hasta allá de inmediato. En primer lugar, me dirigí a la base del crucero en el centro del patio. La cruz ya no se encontraba, pero la base vagamente piramidal formada por cuatro niveles de piedra sí. Según mi predecesor, era en ella que el culto realizaba sus rituales. De hecho, las marcas estaban allí. Había manchas rojas oscuras por todo el lado. Aquí y allí se veían plumas, sin duda pertenecientes a gallinas utilizadas en los sacrificios.

Con pruebas tan claras de que realmente pasaba algo allí, entré en las ruinas de los edificios en busca de un lugar para ocultarme y esperar por la aparición de los cultistas. Según el diario, ellos sólo aparecían después de la una de la mañana, por lo que todavía tenía bastante tiempo. Aproveché para visitar el lugar y ver lo que había cambiado desde mi anterior visita, más de veinte años antes.

Lo primero que me saltó a la vista fue que los restos del suelo de madera del piso superior habían podrido completamente. De hecho, los único signos de que alguna vez hubiera un piso superior eran las escaleras que no llevaban a parte alguna y las paredes parcialmente ruídas, pero anormalmente altas para un edificio de planta baja.

Después de visitar la antigua cocina, con su enorme chimenea y fregadero decorado de piedra caliza, me encaminé hacia la iglesia. Esta ya hacia mucho que había perdido su techo, aunque el oxidado candelero, fijado a las paredes por cables metálicos también corroídos, aún se mantenía en su sitio. Del altar nada quedaba, así como de cualquier otro elemento decorativo. Tuve alguna dificultad en cruzar la iglesia hasta la entrada principal. Las losas tumulares que, cuando yo era niño, cubrían el suelo habían sido arrancadas, dejando enormes huecos difíciles de superar.

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Cuando llegué al pequeño adro de tierra batida, encontré las losas amontonados en un rincón, algunas enteras, otras partidas, en las cuales aún se podían ver grabados los nombres y las fechas de muerte y nacimiento de los sepultados.

Pasé, entonces, para el claustro. Como los suelos de madera ya habían desaparecido, este se encontraba totalmente al descubierto. En su centro, el pequeño espacio reservado para el jardín de los monjes estaba ahora lleno de silvedos. Algunas de las columnas que lo delimitaban y que antes sostenían el techo habían caído, si por acción de los elementos o vandalismo, no sé decirlo.

Fue entonces que vi el sitio perfecto para me ocultar: la vieja torre del campanario. Del interior, no había manera de le acceder, ya que la puerta estaba en el segundo piso, junto a un suelo que ya no se encontraba allí. Salí a la parte trasera del convento, donde se encontraban los accesos al monte y a los campos, algunos pequeños edificios de apoyo y, por supuesto, la base de la torre. Después de la circundar, encontré una pequeña entrada secundaria con menos de un metro de altura. Casi me tuve que arrastrar, pero logré entrar.

Como había pasado con los suelos de madera, las escaleras se habían desintegrado. Afortunadamente, la torre era estrecha, por lo que, presionando la espalda, las piernas y los brazos contra las paredes, conseguí, con mucho esfuerzo, llegar a la cima. Ahora tenía una visión privilegiada de todo el convento, principalmente de la plaza donde el culto supuestamente se reunía, y dudaba que alguien me encontrase allí.

Apagé la linterna. Todavía no era ni siquiera medianoche, pero temía que los cultistas aparecieran más temprano o que vieran mi luz a la distancia.

Ya estaba esperando hacia casi dos horas, cuando comencé a escuchar un cántico viniendo del fondo del camino que me había llevado allí. Poco después, detrás de la curva, apareció una luz anaranjada. Me fijé en ella. Sabía que estaba a punto de ver lo que había ido allí a buscar.

De detrás de la curva, apareció una fila de personas, todas ellas sosteniendo lámparas. Algunas también traían bolsas de tela, en el interior de las cuales algo se movía.

Confieso que quedé sorprendido y hasta algo desilusionado. Tal vez por influencia del cine y de la televisión, esperaba figuras encapuchadas con largas túnicas negras. Sin embargo, se trataban de personas normales envergando ropa del día a día.

Los cultistas subieron hasta la puerta y, entonces, tomaron el mismo camino que yo había usado para entrar. Pasado poco tiempo, estaban todos en la plaza, alrededor de la base del crucero. No se oía nada, a no ser lo cántico y el cacarear de las gallinas en las bolsas.

De repente, las voces guardaron silencio. Uno de los cultistas, un hombre de pelo largo y despeinado, subió al altar improvisado y comenzó a entonar un cántico nuevo, esta vez a plenos pulmones. Al cabo de algunos minutos, uno de los otros cultistas abrió su bolsa y pasó una gallina al sacerdote. Este, con un cuchillo que sacó de su cinturón, le cortó la garganta al animal y dejó que la sangre se caer sobre las piedras.

Esto se repitió durante una media hora, hasta que todas las bolsas se encontraron vacías. Después, los cultistas emitieron un grito al unísono. El suelo empezó a temblar. Poco a poco, una falla se abrió en el suelo delante del altar improvisado. Un brillo de color rojo anaranjado salía de ella. Era como si se tratase de un paso hacia el mismo Infierno.

Los cultistas miraron hacia ella, como si hipnotizados, durante algunos momentos, hasta que un gigantesco puño rojo, más grande que una persona, salió de ella. Ante la mirada expectante del culto, la mano se abrió, liberando alrededor de una docena de extraños seres humanoides. Estos eran pequeños, con cerca de medio metro de altura, y estaban cubiertos por un corto pelo negro. Dos pequeños cuernos les coronaban la cabeza, que también presentaba hocicos y dientes afilados.

Con gran entusiasmo, los cultistas corrieron detrás de estos diablillos, metiéndolos en las bolsas donde habían traído a las gallinas. Al mismo tiempo, la mano desapareció, volviendo al abismo, y, así que el último diablillo fue capturado, la falla se cerró.

Satisfechos, los cultistas volvieron por el mismo camino por donde habían venido, esta vez en total silencio. Ni los diablillos, en las bolsas, hacían ruido.

Dejé la luz de las lámparas desaparecer detrás de la curva en el camino y esperé una media hora después de eso antes de bajar de mi escondite y volver a mi coche.

A pesar de ser la primera entrada del diario que yo investigaba en el que participaban humanos, fue probablemente una de las que me dejó con más preguntas. ¿Quiénes eran esos cultistas? ¿Qué iban a hacer con los diablillos? ¿A quién pertenecía la mano que los había traído?

Pensé en ello en el camino de vuelta a casa y hasta perdí el sueño de esa noche. Las posibilidades me ponían los pelos de punta. Sólo obtendría las respuestas mucho después, pero estas superarían todo lo que podía imaginar.

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