《LA PATRULLA ANTICORRUPTOS: En un país corrupto, la única justicia es por mano propia [Español] [Completo]》1: El ascenso

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—Hoy es mi día. Hoy es mi día —se dijo Abraham mientras planchaba su mejor camisa.

Una camisa de mangas largas, blanca con pequeños rombos azules, distribuidos de forma lineal a lo largo del torso. De algodón. Ideal para el otoño, no para los días calurosos que anticipaban el verano. Pero estaba un poco fresco y era su camisa favorita. No estaba muy seguro si el planchado fue perfecto o si había quedado alguna pequeña arruga, escondida, que no notase a simple vista en ese momento; pero podría ser visible en su momento de gloria. Al finalizar esperó unos minutos y la volvió a planchar.

«Ya está lista» pensó al mirarla detenidamente.

La dejó colgada en la percha del armario. Buscó papeles viejos y los utilizó para cubrir un banquito. Fue hacia su mesita de luz y abrió el cajón inferior, donde guardaba sus calzados. Cada uno en su correspondiente caja. Al costado derecho del cajón, a pocos centímetros de las tres cajas, tenía un pequeño estuche donde dejaba tres artículos que consideraba indispensables. Lo retiró y apoyó sobre el banquito. Luego sacó la caja por debajo de las otras y con suavidad, la abrió. Dejó sus zapatos sobre el banquito, que utilizaba de manera exclusiva para lustrarlos. Destapó el pote con cera y presionó el cepillo dos veces. Su zapato izquierdo fue el primero. Comenzó por el talón, seguido del empeine y por último la puntera. Repitió el mismo procedimiento para el derecho. Con el trapito, eliminó los excedentes. Se quitó las zapatillas y con mucho cuidado se los colocó. No quiso manchar sus medias blancas, aunque no eran visibles por su Jean largo. Luego su camisa y se emperfumó. Una aplicación en el cuello y dos en el pecho ya fueron suficientes. La pulsera que llevaba en su muñeca izquierda, la utilizaba para ocasiones especiales. Ese día, era infaltable. Su pulsera de la suerte.

Salió de su mono ambiente de 33m² y al cerrar la puerta, verificó que el cerrado fuera correcto. Subió al ascensor y bajó dos pisos. Tras salir de su edificio, se dirigió a la cochera ubicada en frente donde guardaba su auto. Al encenderlo, reprodujo música clásica. Lo relajaba en momentos de tensión. Fue por su amigo Carlos que se encontraba apostando. El casino se ubicaba a dos kilómetros del trabajo, en pleno centro comercial, por lo que llegar no les demoraría mucho tiempo. Entró sintiendo una mala vibra. Estaba repleto, lo cual lo incómodo. No sabía en que sector estaba, ni a que apostaba. Solo sabía que debía buscarlo para ir directo a la empresa. Temía que pierda todo en las apuestas, por lo que decidió ir un rato antes. El casino era nuevo en la ciudad, llevaba solo tres años y medio. Abraham ya había ido en dos ocasiones, pero nunca apostó.

Se dirigió al sector oeste, donde estaban las mesas de Blackjack, Póquer, Punto y Banca, Ruletas y otras apuestas con crupier. No lo encontró, por lo que fue hacia el sector de las máquinas electrónicas. Muchas personas apostaban. La gran mayoría eran jubiladas que parecían jugarse lo poco que cobraban. Lo vio de lejos, a unos veinte metros, presionando una pantalla en distintas ubicaciones. Se acercó a él sin mucha prisa.

Carlos había ideado un método para ganarle a la ruleta. Disfrutaba más jugar a la tradicional, pero allí su estrategia se dificultaría. Se permitían ver los registros del casino en su página oficial ya que era el grueso de sus ingresos. Había dos casinos en todo el país. Este, ubicado en la primera punta y el otro en la séptima punta, el cual contaba con mayor amplitud y dos pisos, pero no con apuestas en linea. Día 30, último del mes y se había tomado el trabajo de calcular, cuáles fueron los cinco números que más salieron en la mesa uno. Colocaba una ficha en cada uno de ellos. Una ficha al 0 y una ficha al último número que salió. Según su teoría, cuando un número no sale por mucho tiempo, hay un 50% de probabilidades de que vuelva salir. Para Abraham no tenía sentido. Un completo disparate.

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—¡Abraham!, ¡¿Quieres un trago?! —le gritó al verlo tras girar la cabeza hacia su derecha, cuando ya lo tenía a menos de siete metros.

—No, estoy bien —respondió al llegar.

Carlos llamó a la mesera con una seña.

—Trae dos Mojitos —le pidió cuando estaba llegando.

Asintió con la cabeza y fue directo al bar. La bola cayó en el número 21. Perdió.

—¿Cómo te está yendo?

—Perdí cuatro veces seguidas, pero voy a ganar.

—¡Retírate! No sigas perdiendo.

—Relájate un poco, todo va a salir bien.

—No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo. Puedes perder todo tu sueldo. ¿Eres consciente de eso?

Bostezó y colocó sus fichas. Salió el número 11. Volvió a perder.

—¡Vamos! No quiero verte perdiéndolo todo.

Respiró hondo y lo miró sonriente.

—Ya te lo dije, voy a ganar —respondió con suavidad.

Colocó sus fichas. Su amigo seguía de pie, lo invitó a sentarse. La bola se disparó y comenzó a dar vueltas, mientras el sonido de unos veloces pasos dio la alarma de que la mesera traía los Mojitos. Fue rápido para agarrar un trago y darle el otro a Abraham.

—Son dos…

—Espera —le dijo al instante, impidiendo que termine de decir el monto mientras observaba en donde caía la bola.

Número 17.

—Casi —dijo en voz baja.

La miró directo a los ojos.

—Trae dos Mojitos más y te pago todo junto.

De nuevo fue tan rápido, que no pudo enfrentarlo.

—Ya se los traigo —le dijo un poco sorprendida segundos más tarde.

—¿Tienes dinero para pagar los tragos?

—Si. Cuando gane voy a pagar.

—¡Mierda! —dijo mientras sacaba su billetera.

Retiró un billete de seiscientas novenas.

—¿Vas a jugar?

—No. Voy a pagar los tragos.

—Los tragos los pago yo. Si no vas a jugar, guarda el dinero.

Guardó el billete en el otro bolsillo, el izquierdo. Apostó. Salió el número 5. Otra derrota más. El método se basaba en duplicar la apuesta. El límite, permitía duplicar hasta nueve veces. Dos intentos le quedaban. Esas nueve apuestas equivalían a más del 75% de su sueldo.

Abraham terminó su trago y lo miró desilusionado.

—¡Por favor Carlos! ¡Vamos! —le pidió con una seña.

—Cuando gane te voy a dar mil, así no te preocupas más.

Jugó sus fichas. Vio que se aproximaba la mesera con la segunda ronda de Mojitos.

—Ya te pago, espérame un minuto —le dijo cuando estaba a menos de tres metros.

Suspiró y esperó que termine la jugada. La bola comenzó a reducir su velocidad en el número 7. Por la manera en que se reducía de número en número, les daba la impresión de que caería en el 26, o a lo sumo en el 0. No fue así. En el último instante algo le dio un empujoncito y terminó cayendo en el número 32.

—Está justo —le dijo Carlos al pagarle con un billete del mismo valor del que había sacado Abraham.

—Gracias —le agradeció sonriente ya que el vuelto escaseaba.

Lo miró un par de segundos.

—Ahora, ¿qué vas a decir? —le preguntó entre carcajadas.

—Nada. No sé cómo, pero ganaste.

—Te dije que ganaría.

—Ahora sí, nos vamos.

—No. El numero 32 no salió en 48 jugadas. Es muy probable que vuelva a salir.

—¿Cuánto le vas a apostar?

—El máximo.

—No arrojes mil quinientas novenas de esa forma, gástalas en algo más útil.

—Ya tengo veintitrés mil. Mil quinientas más, mil quinientas menos, no me modifica.

—Después de esta, ¡Retírate! No vas a seguir jugando hasta perderlo todo.

—Me retiro —le dijo convencido.

La bola se disparó a gran velocidad y estuvo cerca de completar las 4 vueltas, lo impidió uno de los azares. Los vecinos del cero fue el sector elegido. Arrasó al 3, atacó al 26, y quiso ingresar al 0, pero todavía le quedaban fuerzas parar cruzar la barrera.

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—Te dije que podría salir de nuevo y no me creíste.

—No entiendo como pudiste ganar dos veces seguidas. Estuviste a punto de perderlo todo.

Imprimió el ticket.

—Estás con mucha suerte.

—No. No es suerte. Estuve todo el mes evaluando los números.

No podía llevar tanto dinero, así que le pidió al casino que se lo transfiera a su cuenta bancaria; a excepción de mil quinientas novenas que se las entregaron en efectivo.

Salieron del casino.

—Les gané a los capitalistas en su propio juego.

—Ya era hora de que les saliera el tiro por la culata. ¿Qué vas a hacer con tanto dinero?

—Lo voy a invertir en el proyecto que te conté.

—¿El videojuego de samuráis?

—El mismo.

Se subieron al auto. Abraham miró su reloj. Se tranquilizó al darse cuenta que llegarían temprano.

—Aquí están las mil quinientas que dijiste que perdería. Guárdalas.

Abrió la gaveta y arrojó el dinero, como si fuese una bolsa con caramelos.

—Gracias. Aún no lo entiendo. Cubres solo siete números.

—Si. Solo siete. Esa es mi estrategia.

—Si cubrieras 18 números la probabilidad de ganar seria de casi el 50%

—Con esa mentalidad la gente queda en bancarrota.

—¿Cómo sería mejor idea jugar solo 7 fichas?

—Tu probabilidad es una teoría que carece de sentido en la práctica. Hay números que salen con mucha más frecuencia que otros. Algunos salen cada 21 tiradas, otras cada 23 y otros cada más de 55 tiradas. Si cubrimos 18 números y no cubrimos los 5 números que más salen ni tampoco el 0 ni el último número que más salió, las probabilidades de ganar son menores que con 7 fichas.

Lo pensó unos segundos.

—Cubriendo esos números y jugando un total de 18 fichas sería mejor.

—No. Si ganas solo te van a pagar 36 fichas, contando a la ficha ganadora. Si pierdes dos veces seguidas, por más que ganes en el tercer intento vas a perder dinero.

—Ya entiendo. Es una estrategia defensiva. ¿Por qué al cero?

—Para ganar hay que ir en contra de la corriente. Muy pocos lo juegan, por eso me gusta jugarlo. La gran mayoría juega chance. Los que apuestan en la tradicional, van por números de la tercera docena por una cuestión de comodidad; y el 0 al estar tan lejos resulta incómodo jugarlo.

—Sigo creyendo que tuviste suerte.

—Si tú lo dices, es suerte. ¿Ya mejoraste el discurso?

—Si. Ya está listo.

—La pulsera —le dijo con asombro—. Recién me doy cuenta. Ahora que veo la pulsera, puede que haya tenido un poco de suerte.

—Nunca falla.

—¿Me vas a decir que te esforzaste todo el año, o ella te dará el ascenso?

—Me esforcé todo el año, pero me pudo haber dado algunos clientes —dijo contento.

«Dentro de muy poco, mi vida va a cambiar. Ya quiero ser el nuevo jefe»

Llegaron a la empresa. Ana y Elena estaban ordenando las sillas. También estaban los empleados del turno próximo que desconocían.

—Están muy contentas, que raro de ustedes —les dijo Carlos luego de saludarlas.

Las chicas rieron.

—Claro que estamos contentas. Me van a ascender —afirmó Elena.

Le molestó ese comentario, por lo que no se pudo quedar callado.

—Hay otros empleados que también se esforzaron. Estás demasiado segura.

Lo miró unos segundos.

—Lo siento Abraham, pero solo una persona será ascendida, y seré yo —le comentó seria.

No le encontró sentido a responder. Se sentaron en la segunda fila de ocho asientos. Carlos en el final, seguido de Abraham, Elena y Ana.

«¿De verdad me puede ganar? Dudo que me haya superado. Yo me esforcé mucho más que ella, llevo más años que ella, el ascenso me corresponde»

«No es competencia. Ya quiero que me nombren y ver la cara de Abraham mientras paso al escenario»

«Están los dos muy seguros de que van a ganar. Se van a sorprender cuando escuchen mi nombre. No pensé que Abraham competiría por el puesto, me daba la impresión de ser igual que Carlos, trabajar lo mínimo para que no lo echen. Es el que más antigüedad lleva en la empresa, esto no es acumulativo, es solo por este año, pero eso le podría dar ventaja. No. Es muy distraído. Él no puede ganar. Yo soy la nueva jefa»

—Mira. El jefe está leyendo un par de hojas. ¿Crees que sea el discurso? —le preguntó Elena.

—Si. Debe ser el discurso.

—¡Hay, que emoción! Tiene que haber escrito que siempre llegué temprano, que vendí muchas más entradas que los demás empleados, que fui la que mejor trató a los clientes ¡Que sin dudas fui la mejor!

Asintió con una sonrisa.

«Lo lamento por Elena. Es mi mejor amiga, vivimos juntas, pasamos todo el tiempo juntas. No se lo esperaría. Lo lamento, pero el ascenso tiene que ser mío. Le dije que vendí diez mil entradas y se lo creyó. Que ingenua. Solo para saber cuántas vendió. Diez mil noventa y nueve. Te gané por treinta y tres entradas. Estuve todo el día preparando la cara de sorprendida. Espero que salga bien y se lo crea»

—¡Estoy impaciente! Ya quiero que lleguen todos para que podamos empezar —le comentó a Ana.

«Una amistad de tantos años, creo que se va a romper. Aunque debería agradecerme. Cualquiera de las otras chicas si ganaran, la tratarían mal, si no la quieren. Yo no. Esto es solo una competencia y espero que podamos seguir siendo amigas»

Llegó Agostina. Luego Tony. Y, por último, llegaron Estela y Paola. Ninguno de estos empleados era considerado competencia. Ni por Abraham, ni por Elena, ni por Ana. El jefe se dirigió al escenario, montado en el fondo de la empresa. Vestía un traje gris con unos zapatos marrones.

—Hoy es un día muy especial. Como ya saben, el puesto de jefe tiene un máximo de 7 años y, uno de ustedes me va a reemplazar. Antes que nada, quiero decir que todos fueron excelentes empleados. Estamos todos reunidos para premiar y ascender al puesto de jefe a un trabajador que se esfuerza todos los días, que no descansa ante nada, un trabajador que hace mucho espera este día.

—Está hablando de mí —le comentó a Carlos quien asintió con la cabeza.

Elena lo escuchó y se molestó. Lo que buscaba.

—Un trabajador que no solo se lleva el ascenso por ventas, sino que también priorizó la comunicación con nuestros clientes. Siempre que se suspendía algún show, se desesperaba por reprogramar las entradas y que ningún comprador pierda su dinero. Somos una empresa que depende de la satisfacción de sus clientes y siempre buscó que estén satisfechos. El nuevo gerente será: ¡Tony!

Carlos se sorprendió. Abraham se entristeció. Elena cambió su felicidad por seriedad extrema y Ana quedó paralizada unos segundos.

Tony subió al escenario poco emocionado. Sin celebrar demasiado. Su camisa lisa rosada de mangas largas, era poco accesible. Su pantalón negro de gabardina, lo había comprado exclusivamente para esa tardecita. Su cabello rubio era muy lacio y sus zapatos costaban un sueldo mínimo. En el escenario parecía una estrella de cine. Tan perfecto que Abraham lo odiaba. Como si el ascenso y su vida maravillosa con su hermosa novia, hubiesen sido dados por obra divina del destino.

—¡Gracias! Quiero que sepan, que esto no fue regalado. Mi madre siempre me decía: ¡Si trabajas duro, vas a conseguir los resultados que esperas! Cada día en la empresa, lo hice valer como si fuese el último y conseguí el resultado que esperaba.

—Ya escucharon. Tony trabajó duro, se esforzó y aquí están los resultados. ¡Será el nuevo jefe!

Bajó del escenario y todos aplaudieron a excepción de Abraham y Carlos. Los empleados se quedaron hablando, pero ellos se fueron. Abraham golpeó con su puño derecho la pared al salir. Caminaron 200 metros, a donde estaba estacionado el auto.

—¡Me cago en Tony! —gritó a mitad de camino.

Se subieron. Estuvieron callados el primer kilómetro.

—Me esforcé tanto y me ganó Tony ¡La puta que te parió Tony! —gritó mientras golpeaba el volante con los puños—. Tanto esfuerzo para que este imbécil me gane.

—Nunca pensé que Tony seria competencia.

—Yo tampoco. Me volví loco preparando el discurso, pero ya no importa.

—Me cuesta creer que hayas perdido. Y que te gane Tony, que empezó este año en la empresa.

—Ya no importa. Tantos años de esfuerzo no sirvieron. Al parecer todo lo que aprendí en estos años, él lo aprendió en un par de meses.

—Es una lástima. Me da bronca que hayas perdido.

El viaje se mantuvo con la música de la radio hasta llegar al edificio de Carlos. Lo dejó y siguió un poco más de medio kilómetro, hasta el estacionamiento.

Al ingresar a su departamento, fue directo al refrigerador. En los estantes, tenía tres latas de refresco y dos cervezas. En el sector restante, un poco de salame, un poco de queso, medio kilo de carne y una fuente con arroz y pollo. Condimentos y dos botellas de agua que envasaba cada día. No comió nada, solo bebió la mitad del contenido de una lata sabor Cherry. Se quitó la pulsera y la miró con desilusión.

«¿Por qué me defraudaste?»

Con incertidumbre la arrojó al tacho. Se cambió el Jean por un pantalón corto de gimnasia, se quitó la camisa, apagó la luz y se acostó.

Se despertó muy temprano. A las 5:30 AM. Intentó volver a dormirse, pero como se había dormido antes de las 21:00, no tenía sueño. Observó el cielo a través de su ventana. Un día nublado, más gris de lo que habían pronosticado. Se avecinaba una llovizna, en un par de horas, una posible tormenta. Una mañana para seguir durmiendo, huir de esa pesadilla plasmada en su realidad. Bebió lo que quedaba en la lata y fue hacia el tacho. Perdió la mirada en su pulsera.

Recordó los acontecimientos y descubrió un detalle que le dio esperanza. Una magia que tenía la pulsera o tal vez puras coincidencias. Con la pulsera no obtuvo el trabajo tras la entrevista. Fue llamado una semana después ya que, a la persona contratada, le había surgido una oferta laboral mucho mejor paga y decidió renunciar. Con el sorteo de su auto, había sucedido algo muy parecido. Él no había ganado el sorteo, pero la persona ganadora no estaba en el sorteo, ni ningún familiar. Era obligatorio estar presente, por lo que se volvió a sortear el auto y fue entonces cuando dijeron su número.

—Ahora me doy cuenta. Siempre diste segundas oportunidades. ¿Todo está perdido, o puedes concederme un milagro?

Con todas las porquerías en el tacho, quedó sucia. Era una pieza distinta y no la trataba como a las demás. Siempre la lavaba a mano y dejaba secar entre veinte y treinta minutos al sol, dependiendo de la temperatura. Por el clima no podía, así que la secó con un pequeño trapo azul que estaba sin abrir. Miró el reloj. 6:15. Faltaba más de una hora para que se dirija al trabajo, pero ya había comenzado a llover. Eso le llevaría entre diez y quince minutos más. El tiempo le seguía sobrando para desayunar y reflexionar acerca de su fracaso.

El tráfico se atascaba los días de lluvia, pero esa mañana no había demasiados autos.

«¿Eres mejor que yo? te voy a observar. Voy a entender por qué razón me superaste»

Encontró lugar a cien metros de la empresa, algo que no ocurría todos los días. Lo normal era estacionar a más de doscientos metros, ya que estaba lleno de autos.

El jefe ya estaba abriendo las puertas. La empresa tenía sus políticas, para todos los empleados eran estrictas. El tiempo de espera permitido eran diez minutos. Hasta las 8:10. Pasado este tiempo, lo consideraban tardanza. El tiempo de tardanza incluía desde las 8:11 a las 8:25. Para que puedan cobrar el bonus, no podían superar una falta. Cada tardanza la consideraban media falta. Si llegaban luego de las 8:25, la consideraban una falta. Les permitían hasta una falta y media mensuales. Si se pasaban, debían ser justificadas por problemas de salud. Si no las podían justificar, estaban fuera. A los empleados que se enfermaban, les daban por única vez hasta tres faltas, siempre y cuando no tuviesen más de una tardanza en el mes actual.

—Llegas primero Abraham. Cinco minutos antes.

—Si jefe. Me desperté un poco más temprano.

—Adelante. Ya puedes empezar.

Abraham entró y fue a su puesto. Estar solo en la empresa le daba una sensación extraña, aunque no tardarían en llegar. Encendió la computadora y esperó que se carguen los datos en la página de la empresa. Un minuto antes del horario, ingresó Elena. Vivía muy cerca, por lo que siempre llegaban primero con Ana.

—¿Te levantaste con ganas de trabajar? Me sorprende.

—Así que te molesta que sea el primero. ¿Todavía temes que me quede con tus ventas?

—Qué más da. Ya no sirven de nada.

—¿Y Ana no viene?

—No. Dice que le duele la cabeza, yo creo que quiso aprovechar el día para quedarse durmiendo. Tú también viniste solo. ¿Y Carlos?

—Me dijo que no lo busque. Que tiene que terminar un proyecto y que iba a llegar un poco tarde.

—Que sean los únicos no quiere decir que vinieron a hablar. Ya son las ocho, ya es hora de trabajar.

Elena se dirigió a su puesto. Ingresó Estela. Agostina y Paola llegaron 8:05, dos minutos después, Tony. Por último, Carlos.

—Treinta y cinco segundos tarde.

—Entré en los últimos 15 segundos, estoy a tiempo —le dijo mientras le enseñaba su reloj.

El jefe lo miró serio. El zurdo prosiguió.

—Veamos qué hora dicen las computadoras.

Indicaban el mismo horario que el reloj de Carlos.

—Está bien. Llegaste a tiempo. Ve a trabajar.

Un cliente entró a la página. Abraham fue el primero en hablarle. Cuando esto ocurría, el cliente ya quedaba programado para hablar con él. Consiguió venderle dos entradas. Que perdiera un cliente por otro operador no era algo tan malo. Siempre estaba el factor suerte. Podía contactar con el primer cliente y llevarse la sorpresa de estar más de diez minutos, buscándole la ubicación que quería y que al final, se le diera por no comprar las entradas. Como también se podía llevar la sorpresa de realizar en menos de cinco minutos una venta de tres entradas o más. Lo aprendió después de tanto renegar con los clientes. También, estaban obligados a reprogramar funciones y solucionar cualquier tipo de malentendido, lo cual le quitaba mucho tiempo. Le era un misterio saber cuáles fueron las ventas de sus compañeros y saber si estaba en condiciones de ser ascendido. Solo conocía las ventas de su amigo, pero él no desperdiciaría su tiempo en buscar ser ascendido cuando tenía mejores proyectos. Abraham calculaba que un día bueno, rondaba las ochenta entradas. Un día malo, las cuarenta.

Tras concretar la venta, comenzó a observarlo. Jugaba con su celular.

«Ya tiene el ascenso, por más que este mes no haga nada, es el nuevo jefe»

Realizó doce ventas más, un total de diecisiete entradas en las primeras dos horas. Cambió de ubicación a dos personas mayores y volvió a observarlo. Su puesto estaba enfrente al jefe, y en diagonal a él, a ocho metros. Ahora si estaba en la computadora. No podía ver que hacía, pero pudo notar que tecleaba muy despacio.

«¿Así me ganaste?»

—Vuelve al trabajo, no te distraigas. —le dijo el vigilante.

—Ya casi llego a las veinte entradas.

—Sigue así, no te desconcentres que todavía falta un mes para las vacaciones.

Las horas pasaron rápido y a medida que pasaban, las ventas se incrementaban. Como fue un día lluvioso, aprovecharon para quedarse en casa y comprar entradas. Media hora antes de finalizar, volvió a observarlo.

Fue al bebedero, ubicado en el rincón izquierdo del fondo de la empresa junto con la cafetera, y tras pasar, lo observó por detrás. Estaba con un cliente. La venta ya estaba efectuándose. Retiró un vaso plástico y lo llenó de agua. Desde allí, estaba demasiado lejos para observarlo. Estaba cerca del puesto de Agostina. Tras beber el agua regresó. Al pasar por su puesto, miró su computadora, pero se llevó la sorpresa de que se dio vuelta.

—¿Qué miras? —le preguntó molesto.

—Nada.

—Si me estabas mirando.

Carlos aprovechó que el jefe había salido, y fue a ver que hacía Abraham.

—¿Vendiste mucho?

—Haz tu vida. No estorbes.

—¿Cómo anda el nuevo jefe? —dijo al llegar con sarcasmo, mientras lo despeinaba.

—¡No me toques el pelo!

—Te mejoré el peinado y en vez de agradecerme, te enojas. Quien te entiende.

—¡Salgan de mi escritorio!

—Cuando seas jefe vas a dar órdenes, por ahora no —le dijo Abraham.

—¡Largo!

—Vamos Abraham.

—Ya van a ver lo que les espera.

Dejaron que el comentario se lo lleve el viento. Se retiraron de la empresa a horario.

—Hijo de puta. Ya van a ver lo que les espera nos dice. No le esperan cosas feas porque me quedo sin trabajo.

—Nos echan y a rezar para conseguir otro empleo.

—No me imagino tenerlo de jefe. Sería una mierda. De todos los empleados, este era el peor para que dé órdenes. Hubiese preferido a cualquiera de las chicas, hasta a Elena. Es un nenito de mama y papa que nunca le faltó nada.

—No pasó por todo lo que pasamos nosotros.

—Si, y no podría. Porque tiene plata se cree mejor que nosotros —dijo mientras apretaba el volante con odio.

—¿Por cuantas entradas te habrá ganado?

—Yo vendí diez mil doscientas veinticinco. Debe haber superado las diez mil trescientas ¿Diez mil cuatrocientas?

Carlos se quedó pensando unos segundos.

—Los registros están en la cuenta de cada usuario. En el celular debe estar vinculada la cuenta de la empresa, ahí está la información.

—¿Cómo conseguimos ver esa información? ¿Le tengo que sacar el celular?

—No es necesario. Lo puedo hackear.

—¿Es fácil?

—Tengo que enviar una imagen y el solo tiene que descargarla.

—¿Y si no la descarga? A nosotros no nos quiere.

—En ese caso, le tengo que enviar varias imágenes referidas a un tema que le interese y alguna va a terminar descargando, sin saber que están infectadas.

—Eso funcionaria. Es sencillo. En un ratito ya tendríamos los registros. —dijo Abraham relajándose un poco.

Llegaron a lo de Carlos.

—Yo le envió la imagen y apenas la descargue, te aviso.

Las horas pasaron, más de las doce, y Carlos aún no le había avisado. No se quería desesperar, por lo que no le envió ningún mensaje. Miró la serie de superhéroes, y se durmió. El timbre lo despertó a las 9:14.

«¿Quién me viene a molestar un sábado? ¿Será Carlos?»

Al ver que era el, se entusiasmó.

—¿Ya lo conseguiste? ¿Por cuantas entradas me ganó?

Por la expresión de Carlos, ya conocía la respuesta.

—No le pude enviar las imágenes porque hay un problema. Si tiene un buen antivirus lo va a detectar.

—¿No lo puedes mejorar para que no lo detecte?

—No. Si el antivirus es bueno, no hay nada que pueda hacer. Tony es muy precavido y estoy seguro que también tiene la cuenta del banco. Lo más probable es que haya invertido en un antivirus.

—¿Si enviamos las imágenes desde otro celular?

—Ya pensé en eso. No estoy seguro si descargaría imágenes de un numero desconocido. El problema más grande es que no podemos comprar chips, porque están pidiendo los datos del comprador.

—Ya está —dijo derrotado—. No tiene mucho sentido arriesgarnos para ver por cuanto perdí. Capaz que nos terminan echando del laburo.

—Lamento no poder ayudarte.

—No importa, lo intentaste.

—¿Vas a las seis a la canchita? Van Ernest y los otros.

—Si, vamos —le dijo mientras estrechaba su mano.

El partido estuvo parejo, pero tenía en el equipo a Carlos y Ernest. Ganaron por un gol.

—Todavía hay posibilidades de hackearle el celular —le dijo de regreso a sus domicilios.

—¿Cuales?

—Voy a crear una aplicación, que me permita ver la información que hay en su celular desde mi computadora.

—¿Cómo sería eso?

—La aplicación la voy a tener en mi computadora, y también la voy a guardar en un pen drive. Lo único que hay que hacer es conectar el pen drive al celular de Tony, instalar el programa e iniciarlo.

—¿Cómo le vamos a sacar el celular para instalar el pen drive?

—Este imbécil es adicto al café. Se debe servir uno cada hora. Tenemos que esperar el momento en el que deja el celular y va por el café.

—Pero, adelante suyo está el jefe.

—Olvida el jefe, sale a cada rato a fumarse un cigarrillo.

—Agostina está detrás y Paola enfrente.

—Paola está enferma, no va a aparecer. Yo entretengo a Agostina, al mismo tiempo que lo entretengo a él también.

—Puede funcionar, pero no sabemos el patrón.

—No importa. La aplicación se puede instalarse sin pasar la pantalla de bloqueo. La única condición es que el celular esté prendido.

—Pero se va a dar cuenta de que tiene un programa instalado que no descargó y va a armar un lio bárbaro —dijo preocupado.

—No, porque le voy a poner el mismo nombre que el navegador web, seguido de versión 2.0 y el mismo logo. Va a pensar que es la nueva versión que se actualizó automáticamente.

—¿Cuánto tiempo voy a tardar en instalar la aplicación?

—Ya había creado una aplicación similar antes, va a tardar entre quince y dieciocho segundos en instalarse. Le sumamos cinco segundos, que es lo que tarda en detectar el pen drive.

—No lo entiendo. ¿Yo instalo la aplicación y la información se transfiere o que ocurre?

—Cuando instales la aplicación, le debes otorgar permisos. Eso es lo más importante. Mientras la aplicación esté instalada y los permisos estén otorgados, desde mi compu puedo ver la información de su celular.

—Es muy arriesgado. Si algo de todo esto sale mal, no solo no voy a poder saber el resultado, también me voy a quedar sin laburo.

Llegaron al edificio de Abraham. Ingresaron a su departamento. Carlos esperó ingresar para seguir hablando.

—Pensé en esta opción porque es la más eficaz. La otra opción sería enviar un correo, diciendo que la aplicación es muy buena y que la instale. Pero no creo que esto ocurra.

—Da igual. Yo no me quiero arriesgar.

—Me arriesgo yo, no importa. Yo también tengo curiosidad por saber cuántas entradas vendió, porque hay algo que no me cierra.

—¿Qué no cierra? —preguntó desorientado.

—En ningún momento enseñaron las ventas de cada trabajador. El jefe dijo, Tony serás el nuevo jefe y listo.

—Es porque las políticas de la empresa incluyen privacidad. Nadie está obligado a revelar cuantas entradas vendió.

—A la mierda las políticas de la privacidad. ¿Cómo sé que Tony me superó a mí, te superó a ti y nos superó a todos?

Abraham se quedó pensando por más de medio minuto.

—Pudo haber un arreglo —dijo al fin.

—¡Nadie desconfía de que pudo haber un arreglo! Eso es lo que más me molesta. Todos se creen que son personas de bien. Yo no puedo decir nada porque con lo poco que vendí, si hablo me echan.

—Hay que ver la información. Si o si le tenemos que instalar la aplicación —dijo ansioso.

—Deja, yo me encargo de instalar la aplicación. Tu distráelos.

—No corresponde que te arriesgues, si yo quería ver las ventas desde el principio. Demasiada ayuda me estás dando creando el programa.

—Descuida —dijo apoyando su mano izquierda en el hombro derecho—. Te sacrificas cada día en la empresa, no mereces perder el trabajo.

—Pero…

—No te preocupes, yo me encargo. Si algo sale mal, tú no tienes nada que ver. Asumiré toda la culpa —le dijo mientras se retiraba.

Ya eran más de las 21 horas, por lo que decidió cenar tallarines con salsa boloñesa. Acompañó con una lata de cerveza. Mientras cenaba, reprodujo la serie de superhéroes. Podían volar, tenían súper fuerza y peleaban contra los malos; pero sentía que algo les faltaba.

El timbre sonó a las 9:07. Ya estaba despierto, pero seguía en la cama. Se levantó y fue a ver quién llamaba. Era Carlos. Su cara de felicidad indicaba buenas noticias.

—Lo conseguimos. Abrió el correo e instaló la aplicación.

—¡¿Por cuantas entradas perdí?! —le preguntó con exaltación.

—Todavía no vi nada. Te estoy esperando.

Cerró la puerta y fueron a averiguarlo.

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